La vida no se conquista, se reconoce. Estoy vivo, rodeado de muerte, y aun así, la vida me abraza con su vaivén. No soy solo cuerpo, soy historia. Soy hijo de mi padre, hijo de mi madre. Aunque no los haya conocido, aunque ya no estén, mi existencia les pertenece.
Cuando me reconozco hijo, la vida se ordena, el éxito entra, la plenitud se asienta. Porque pertenecer no es un acto mental, es un asentir profundo: “Yo soy hijo de…” Y en ese reconocimiento, la energía se transforma, la felicidad se expande, y la muerte deja de ser frontera.