Llevamos a nuestra familia en la piel, como tatuajes invisibles que dictan el paso. No somos los primeros en vivir lo que vivimos, somos el eco de historias no vistas con amor.
Las repeticiones no son castigo, son llamados a mirar con ternura lo que antes fue negado, lo que dolió en silencio.
Programados fuimos, con decretos, maldiciones, profesiones heredadas, con frases que nos marcaron: “De esta casa solo se sale de blanco”, “Si no estudias, no eres nadie”.
Pero saber que fuimos programados nos libera del destino rígido. Porque si fue programación, entonces podemos reprogramarnos.
El destino verdadero no se cambia, como la homosexualidad, como el suicidio silencioso, como el abandono que se repite sin aviso. Pero la compensación sí se transforma, cuando se ordena, cuando se constela, cuando se mira con amor.
Y así, al abrazar lo que fue, nos convertimos en seres de reconciliación, en puentes entre lo que dolió y lo que puede sanar.